Me sobresalto, no puedo abrir los ojos, quiero abrirlos pero no puedo, noto cómo la luz quema mis párpados, pero no puedo abrir los ojos.
Me hablan, oigo sus voces, siento su presencia, les huelo, pero no puedo abrir los ojos. Empiezo a desesperarme, me esfuerzo por abrir los ojos, no voy a decir nada, no quiero que se den cuenta de que no puedo ver pero no puedo ver, empiezo a sudar, se me corta la respiración, siento que me ahogo.
La luz, se que es de día, veo luz pero no la veo, aprieto los ojos, los aprieto para aprovechar esa energía y abrirlos, pero soy incapaz. Quiero despertar, quiero despertar de esta pesadilla, mi corazón se acelera, decido tranquilizarme, si no puedo, no puedo.
Pasan ¿diez minutos? ¿quince? ¿media hora? quizá media hora y abro los ojos, al principio me cuesta porque me deslumbra tanta luz. ¿Qué hora es? Las cuatro de la tarde de un domingo de octubre, todavía no han cambiado la hora y queda mucha tarde por delante, me he quedado dormida en el sofá, me despierto tapada con una manta, hace calor, el verano no se ha marchado aún, ¿en qué momento me habré tapado? no lo recuerdo.
No es la primera vez que me pasa, esa sensación tan angustiosa de no poder despertar, pienso que la muerte debe ser algo parecido, querer despertar y no poder, más bien temo que la muerte sea algo parecido, deseo con todas mis fuerzas que no lo sea.
Me tranquilizo, hace una tarde espléndida, entran los rayos de sol en el salón. Vivo en una casa con grandes ventanales y claraboyas en el techo, fue lo que más me gustó de la casa cuando la ví por primera vez, siempre he vivido en casas luminosas, necesito la luz para vivir. La misma luz que me arropa cuando me echo un domingo después de comer en el sofá a dormir la siesta, la misma luz que no me deja despertar. La misma luz que me acompañará toda la vida, hasta la muerte.
San Cristóbal de la Laguna, octubre 2014