Te escribo sentada en la bañera del barco, son las 2 de la madrugada y estoy en la mitad de mi guardia y en la mitad de la travesía y en la mitad del océano, a unas 1.000 millas de América y a unas 1.000 millas de Europa, rumbo a Azores, luego a España.
Es una noche despejada, hay viento y el barco cabalga alegre. Estoy mirando las estrellas en modo metafísico, pensando en el más allá, en la vida y en la muerte, que es lo que hace uno cuando se queda embobado mirando al cielo, pensando en lo chiquititos que somos y buscando respuestas sin tener si quiera claras las preguntas. Me abro una cerveza.
La luna está casi llena, me imagino continentes dibujados en sus sombras y me parece verte, te imagino en una playa caribeña y se me ocurre escribirte, busco bolígrafo y papel en la mesa de cartas. Estás de vacaciones ¡qué suerte! o quizá vives allí ¡qué suerte! En cualquier caso te imagino mirando al cielo también, en modo metafísico también y buscando respuestas en las nubes, es de día en tu isla.
Estás cerca de la orilla, la marea ha subido, el agua toca tus pies y el mar te escupe algo frío y duro: una botella de vidrio, verde, tipo quinto de cerveza, en relieve sobresale la palabra TROPICAL, quitas el corcho y aquí estoy yo, enrollada y atada con un cabito blanco con las puntas quemadas para que no se deshilache y diciéndote que te dejes de preguntar cosas, que vuelvas a mirar al cielo, que respires hondo, que vivas el momento, que pongas tus sentidos en el ahora, que te abras una cerveza si eres mayor de edad o te comas un helado si no y disfrutes. Aquí tienes mi correo electrónico, me gustaría saber quién eres: hombre, mujer, niño, joven, mayor…
Subes la vista al cielo y una nube tiene forma de barco, me saludas y sonríes: el cielo siempre te da las respuestas. Abres tu correo en el teléfono y me escribes.