Como cada día laborable Paloma y Dácil aparcan el coche en la estación de guaguas de Santa Cruz a eso de las ocho de la mañana para que les dé tiempo a chismosear a ritmo de cortadito antes de subirse al tranvía destino La Trinidad.
—¡La leche está caliente! ¡No aguanto estos zapatos, este juanete me va a matar! —se queja Dácil.
Paloma no entra al trapo, se conocen desde el colegio, iban juntas a la misma clase, sabe que da igual lo que le responda, Dácil es así, se queja por todo y a todas horas por toda suerte de desgracias, pero Paloma la quiere igual, cuando la pilla despistada le cuenta un chiste y Dácil, desarmada, no tiene más remedio que reírse muy a su pesar. Paloma es de estas personas que te da un chute de energía, Dácil es de las que te deja la energía por los suelos, por eso Paloma, para no salir intoxicada del asalto, piensa que hay guerras que en las que es mejor no participar.
A Silvia su marido la deja a las ocho horas, doce minutos y treinta y tres segundos en la puerta de la cafetería de la estación de guaguas, donde se reúne con Paloma y Dácil.
—Sí, mi niño, lo de siempre —le dice Silvia al camarero—, en taza grande y no te olvides de los dos sobres de azúcar morena ni del vasito de agua con gas.
Silvia es así: mandona, metódica, ordenada y obsesiva. También iba al colegio con Dácil y Paloma, los libros los llevaba pulcramente forrados, los lápices afilados y los colocaba en la mesa por tamaños y colores, al acabar el día los recogía en un ritual solemne. Ahora es la Directora del Departamento Financiero de una empresa de logística de Tenerife y tiene a todas las personas que trabajan con ella firmes como velas, todos los archivadores ordenados, ni un papel fuera de su sitio, ni una puerta mal cerrada ni un folio mal grapado. Cuando era pequeña su hermana mayor se dejó un cajón abierto, Silvia tropezó, cayó al suelo, se hizo una brecha, empezó a salir sangre, mucha, las heridas de la cabeza son muy escandalosas, la llevaron a urgencias, le cosieron tres puntos y todavía tiene la marca encima de la ceja derecha. Paloma, que de pequeña se debió caer en la marmita del optimismo, opina que la cicatriz no solo no le queda mal, si no que le da un cierto aire sofisticado.
Carmen completa el cuarteto, se sube en la parada de la Weyler. Carmen es la prima de Silvia, y es de las que piensa que le van a entrar a robar en casa aunque cierre la puerta con mil cerrojos, que si sube a un avión se va a estrellar, que si hay un temporal le va a aplastar un árbol, que si hay una tormenta va a morir atravesada por un rayo, que si hay un tiroteo le va a pillar a ella en medio... y ahora, con la moda de los atentados con atropello, es un sinvivir, no se quiere sentar en ninguna terracita ni a tomar una caña. Tiene treinta y ocho años, dos menos que Dácil, Paloma y Silvia y va de sobresalto en sobresalto, todo el día barruntando y con el corazón en un puño.
—Buenos días chicas —susurra Carmen al entrar en el vagón—, hay alerta amarilla por fuertes vientos, no deberíamos haber subido hoy al tranvía.
—Uy, seguro que cuando vuelva a casa se me ha roto algo, que creo que dejé una ventana abierta y verás con la corriente —contesta Dácil.
—Si dejaran cerradas las ventanas y las puertas eso no les pasaba, les tengo dicho que tienen que ser ordenadas, luego no encuentran nada y eso es simplemente por falta de metodologìa —razona Silvia.
—¡Chicas! —interrumpe Paloma —, próxima parada Hospital Universitario, me bajo, pórtense bien ¡hasta mañana!
—¡Hasta mañana! —contestan Dácil, Silvia y Carmen al unísono.
Y esta escena se produce casi idéntica, coma arriba, coma abajo, cada día, en un dêjá vu circular: Dácil con sus quejas y su juanete, Silvia con sus obsesiones y su brecha en la frente, Carmen con su alarmismo y Paloma con su pátina de optimismo. Y así, un día tras otro (quitando fines de semana, festivos y vacaciones) hasta que, trece años después, Dácil se da de baja en el trabajo por una enfermedad y tanto Silvia como Carmen cambian de empresa y ahora van en coche.
Pasan los años y el tranvía sigue pintando de colores las calles con trazo limpio al deslizarse por los raíles, Paloma es la única del cuarteto que lo sigue usando, se sube sonriente destino La Trinidad, tiene sesenta y dos años, que no aparenta, y una energía envidiable. Meciéndose con el traqueteo observa entretenida un ejército colorido que entra y sale de los vagones camino al instituto, al trabajo o a ¡vaya usted a saber dónde! Hoy, no sabe por qué, le vienen a la memoria los tiempos en que desayunaba en la estación de guaguas con Dácil y Silvia, sonríe acordándose de las conversaciones y, al pasar por Weyler, cree ver entrar a Carmen oteando el horizonte y susurrando que hay alerta por lluvias torrenciales, pero no, son imaginaciones suyas. Hace mucho que no sabe de ellas. Llega al hospital, enfila el pasillo y va directa a la sala de autopsias. Tiene tres cadáveres para empezar a trabajar, en tres camillas, tapados con tres sábanas. Al primero le asoma el pie derecho y alcanza a ver un dedo con un juanete, se sobresalta, se acerca, levanta la sábana y sus sospechas se confirman: Dácil San Juan Santana. 62 años. Cáncer de páncreas.
—Dácil, mi niña, tanto quejarte, tanto quejarte, y al final el juanete era lo de menos. Descansa en paz mi cielo.
Levanta la segunda sábana, un rostro de mujer con una brecha encima de la ceja izquierda: Silvia María Falcón Fariña. 62 años. Alzheimer.
—Silvia ¡pobrecita! ¡Toda la vida ordenando y recordando todo y al final no te acordarías ni de cómo te llamabas! Espero que no sufrieras.
Paloma se acerca a la tercera camilla temiendo lo peor y pensando que es imposible, que no puede ser, pero aquí está, como una burla del destino: Carmen Dolores Fernández de Miguel. 60 años. Infarto.
Diez años más tarde está Paloma, ya jubilada, sentada en el tranvía destino La Trinidad, va a ver una obra en el Teatro Leal, en La Laguna, se queda dormida y al llegar a La Trinidad no se baja, sigue de vuelta destino Intercambiador. En la parada de Hospital Universitario se sube una doctora que la reconoce de sus tiempos en el Hospital, la ve dormida y sonriente, no la quiere despertar pero ya llegan al Intercambiador y entonces la toca, y la encuentra fría, y le toma el pulso, y sabe que todo ha sido dulce, como en un trance, suena la campanita y por el altavoz se escucha: Tranvía destino La Trinidad.