Acabamos de pasar Despeñaperros, vamos ya por Valdepeñas, conduce mi padre.
—¡¡Mirad chicos: una bandada de patos!! —grita mientras da un frenazo que casi nos saca por el parabrisas.
Recién estrenado el año hace un frío que pela, he dejado mi abrigo negro de paño en el coche. Mis hermanos y yo nos miramos y nos da la risa, observamos cómo pasan volando, impresiona. Quiero volar como ellos. —Algún día —pienso—, quién sabe.
Volvemos al coche. Dar un frenazo y parar en la cuneta así, de repente, en mitad de la autopista, lo puede hacer porque mi madre no está, se ha quedado en Granada con sus dos hermanas limpiando, recogiendo, organizando, hablando, discutiendo, recordando, llorando, riendo, dividiendo, repartiendo, regalando, donando, decidiendo... Ayer vinieron los reyes magos de oriente y en lugar de dejarme un regalo se llevaron a mi abuela.
Hoy volvemos a Madrid con las manos vacías y el corazón lleno de besos, besos de todas las personas cercanas que conocían a mi abuela, y a mí va y me da otro ataque de risa en la ceremonia del pésame, medio pueblo en fila india murmurando algo ininteligible en mi oreja al acercarse uno por uno y besándome, abrazándome y/o dándome la mano, según el grado de cercanía que cada cual considera que tiene, mi padre me da un codazo y yo no puedo parar de reír, me río tanto que casi parece que lloro mucho.
Y ahora voy en el coche y miro por la ventana y veo los patos y el cielo azul y de pronto me pongo a llorar.
Hace dieciocho años de esto y cada año me acuesto el día de reyes pensando si este año vendrán a traer o a llevarse algo. Esta mañana me he levantado y había regalos al lado de mi zapato. Descanso en paz.